VIII ¿Qué buscan en su viaje nuestras almas? apiñadas en cubiertas de barcos inservibles junto a mujeres macilentas y niños llorando sin hallar siquiera olvido en los peces voladores ni en las entrellas adonde apuntan los mástiles, consumidas por discos de gramófonos ligadas sin quererlo a cumplidos inexistentes musitando jirones de cavilaciones en lenguas extrañas. ¿Qué buscan en su viaje nuestras almas en podridos leños por el mar de puerto en puerto? Removiendo piedras quebradas, respirando la frescura del pino con más dificultad cada día, nadando en las aguas de este mar y de aquel mar, sin contacto sin gentes en una patria que no es ya nuestra ni vuestra. Lo sabíamos, las islas eran hermosas por aquí cerca donde tanteamos, algo más abajo o más arriba, a una distancia mínima. X Nuestra tierra es cerrada, todo montañas, con un cielo bajo por techo día y noche. No tenemos ríos ni pozos ni manantiales, sólo algunas cisternas, y vacías, que retumban y a las que veneramos. Un eco estancado y seco, como nuestra soledad, como nuestro cariño, como nuestros cuerpos. Nos extraña que hayamos podido antes levantar nuestras casas, nuestras chozas y majadas. Y nuestras bodas, las coronas lozanas y los dedos se tornan enigmas ensolubles para el alma. ¿Cómo han nacido y crecido nuestros hijos? Nuestra tierra es cerrada. La cierran dos Simplégades negras. En los puertos, cuando bajamos el domingo a respirar, vemos iluminarse en el crepúsculo maderos rotos de viejes inconclusos, cuerpos que ya no saben cómo amar.
XVI
En la Curva, en la Curva, otra vez en la Curva!
¡Cuantas vueltas, cuántos giros sangrientos,
cuántas filas negras, las gentes que me miran!
Que me miraban cuando montado en el carro
alcé, resplandeciente, el brazo y me aclamaron.
La espuma de los caballos me salpica
¿cuándo van a cansarse los caballos?
Cruje el eje, el eje abrasa ¿cuándo arderá el eje?
¿Cuándo se romperán las riendas?
¿cuándo pisarán de lleno las herraduras la tierra,
la blanda hierba entre amapolas, donde tú
en primavera recogiste una margarita?
Tus ojos eran hermosos, pero no sabían dónde mirar
ni tampoco sabía yo dónde mirar, yo, sin patria,
aquí luchando ¿por cuántas vueltas?
sintiendo flaquear sobre el eje mis rodillas,
sobre las ruedas, sobre la pista salvaje.
Las rodillas flaquean enseguida si los dioses quieren,
nadie se escapa, ¿de qué sirve la fuerza? no se puede
escapar del mar que te acunó y al que acudes
en esta hora de lucha en medio del jadear de los caballos,
con aquellas cañas que al estilo de Lidia cantaban en otoño
al mar que por mucho que corras no hallarás,
por más vueltas que des ante las enlutadas Euménides hastiadas ya,
sin remisión.
XIX Aunque sople el viento no nos refresca y sigue siendo estrecha la sombra de los cipreses y todo alrededor, cuestas en las montañas. Nos abruman los amigos que no saben ya cómo morir. De Mythistorima CARTA A MATÍAS PASCAL Los rascacielos de Nueva York no conocerán jamás el rocío que cae en Kifisiá pero las dos chimeneas que me gustaban en el extranjero, detrás de los cerdos, vuelven otra vez cuando veo los dos cipreses asomar por encima de la iglesia que tú sabes y que tiene pintados unos condenados tostándose en el fuego y el hollín. Durante todo Marzo el reúma machacó tu gentil figura y en verano tuviste que ir a Esipsós. Cómo pelea, dioses, la vida por seguir adelante, como un río crecido por el ojo de una aguja. Hasta de noche cerrada sigue el calor, las estrellas despiden mosquitos, bebo ácidas gaseosas y sigo con sed; luna y cine, fantasmas y un viejo fondeadero agobiante. Verina, la vida nos volvió yermos, también los cielos del Atica y los intelectuales que trepan por su propia cabeza y los paisajes que terminaron por adoptar extrañas poses a causa del hambre y la sequía, como los jóvenes que con toda su alma se han empeñado en llevar monóculo, como esas muchachas, girasoles que entornan su corola por semejarse a lirios. Discurren despacio mis días; mis propios días transcurren entre relojes y llevan a remolque el minutero. Recuerda cuando esquivábamos jadeantes las callejas para que no nos destriparan los faros de los coches. Pensar en el mundo de fuera nos cercaba y aprisionaba como una red y huíamos con un cuchillo escondido dentro de nosotros mientras decías "Harmodio y Aristogitón". Inclina la cabeza para verte, mas aunque te viera buscaría contemplarte más allá. ¿Qué vale un hombre, qué quiere y cómo va a justificar su existencia el día del juicio final? ¡Ay! si me hallara a toda vela en el Océano Pacífico a solas con la mar y con el viento solo y sin radio ni fuerza para luchar contra los elementos. HOMBRE Nos decían: cuando estén sometidos vencerán. Fuimos sometidos y encontramos la ceniza. Nos decían: cuando amen vencerán. Amamos y encontramos la ceniza. Nos decían: cuando renuncien a su vida vencerán. Renunciamos a nuestra vida y encontramos la ceniza... Encontramos la ceniza. Falta que volvamos a encontrar nuestra vida, ahora que ya no tenemos nada. Imagino que aquel que vuelva a hallar la vida, pese a papeles, a tantas sensaciones, tantas luchas y tantas doctrinas, será alguien como nosotros, solo que un poco más duro de memoria. Nosotros, imposible, aún recordamos lo que hemos dado. Aquél recordará tan sólo cuánto ganó por cada ofrenda suya. ¿Qué puede recordar una llama? Si recuerda un poco menos de lo preciso, se apaga; si recuerda un poco más de lo preciso, se apaga. ¡Ojalá pudiera enseñarnos, mientras arde, a recordar con precisión! Yo he terminado; si al menos hubiera otro que empezara donde yo he terminado. Hay momentos en que tengo la impresión de haber llegado al límite, de que todo está en su sitio, dispuesto a cantar al unísono. La máquina a punto de arrancar. Puedo, desde luego, imaginarla en movimiento, viva, como algo insospechadamente nuevo. Pero hay algo más: un obstáculo ínfimo, un grano de arena que mengua, mengua sin ser capaz de reducirse a la nada. No sé qué tengo qué decir o qué tengo que hacer. Este obstáculo se me presenta a veces como un nudo de llanto hundido en alguna articulación de la orquesta que la mantendrá muda hasta deshacerse. Y tengo la onerosa sensación de que toda la vida que me queda no bastará para disolver esa gota dentro de mi alma. Y me persigue la idea de que, si me quemasen vivo, ese obstinado instante sería el último en desaparecer.
(Fragmento)
RAVEN Años como alas. ¿Qué recuerda el cuerpo inmóvil? ¿Qué recuerdan los muertos en las raíces de los árboles? Tenían tus manos el color de la manzana madura. Y esta que siempre vuelve, esta voz baja. Los navegantes miran la vela y las estrellas escuchan el viento, escuchan, más allá del viento, otro mar como una concha cerrada cerca de ellos, no escuchan nada más, no buscan entre las sombras de los cipreses un rostro perdido, una moneda, no se preguntan al ver un cuervo en una rama seca qué recuerda. Inmóvil queda ese cuervo posado en lo alto de mis horas como el alma de una estatua sin mirada. En ese pájaro han ido a juntarse multitudes, miles de seres olvidados, arrugas extinguidas, abrazos deshechos y sonrisas inconclusas, tareas interrumpidas, calladas estaciones, un pesado sopor de lloviznas de oro. Inmóvil queda. Contempla mis horas ¿qué recuerda? Tienes tantas heridas las gentes que no vemos, sufrimientos en suspenso a la espera del Juicio Final, humildes anhelos pegados al suelo, niños asesinados y mujeres hastiadas al alba. Tal vez graviten en una rama seca, tal vez graviten en las raíces del árbol amarillo, sobre los hombros de otras gentes, rostros insólitos que hundidos en la tierra no osan tocar una sola gota de agua. Tal vez no reposen en parte alguna. Tenían tus manos un peso como si estuvieran dentro del agua, dentro de las grutas del mar, un peso liviano sin pesares, con ese gesto con el que rechazamos un mal pensamiento, encalmando la mar hasta el horizonte, hasta las islas. Pesada se vuelve la llanura tras la lluvia. ¿Qué recuerda la llama negra detenida en el cielo gris hincada entre el hombre y su recuerdo, entre la herida y la mano a la que hirió una lanza negra? Se ensombrece empapada de lluvia la llanura, cesa el viento, no basta el propio aliento, ¿quién podría mudar el viento de lugar? Dentro del recuerdo, un vacío _un corazón asustado_ dentro de las sombras que luchan por volver a ser hombre o mujer, dentro del sueño y de la muerte: una vida estancada. Tenían tus manos siempre un gesto hacia la mar dormida acariciando el ensueño que despacio hacía elevarse a la araña dorada que en medio del sol soportaba la multitud de constelaciones cuando los párpados entornados, las alas plegadas... De Cuadernos de ejercicios, I PIAZZA SAN NICOLÓ Longtemps je me suis couché de bonne heure la casa está llena de rejas y recelo si se observan con atención sus ángulos oscuros. "Durante mucho tiempo me acosté temprano" susurra "Miraba los iconos de Hilas y la Magdalena antes de dar las buenas noches, miraba el candelabro de luz blanca, el brillo de los metales y dejaba con pena las últimas voces del día." La casa, si se mira con atención por el viejo artesonado, despierta con las pisadas de la madre en los peldaños, con sus manos arreglando las colchas o preparando el mosquitero, con sus labios que apagan la llama de la vela. Todas estas son viejas historias que no interesan ya a nadie hicimos un hato con nuestro corazón y hemos crecido. El rocío de la montaña nunca baja más allá del campanario que cuenta en su monólogo las horas y al que se mira cuando llega por la tarde a nuestro patio la tía Daria Dimietrovna, de nacida Trofímovich. El rocío de la montaña no roza jamás la mano vigorosa de San Nicolás ni al boticario que mira entre una redoma roja y otra verde como un paquebote petrificado. Para encontrar el rocío de la montaña hay que subir más alto que el campanario y de la mano de San Nicolás, unos 70 y 80 metros, no es mucho. Solamente allí susurras, como si te acostaras temprano y en la placidez de sueño se diluyera la amargura de la separación, no muchas palabras, dos o tres tan solo y eso basta, como las aguas corren sin miedo a detenerse susurras entonces apoyando la cabeza en el hombro de un amigo como si no hubieras crecido en la casa silenciosa de rostros agobiantes y que hicieron de nosotros torpes extraños. Solamente allí, un poco más arriba del campanario, cambia tu vida. No es gran cosa subir, más difícil es cambiar cuando la casa está dentro de la iglesia roqueña y tu corazón dentro de la casa sombría y todas las puertas cerradas por la gran mano de San Nicolás.
EMPEÑO DE OLVIDO
Detén tu paso, caminante, frente al lago sereno:
la mar rizada y los barcos atormentados,
los caminos que envolvían montañas y engendraban estrellas,
todo acaba aquí en esta dilatada superficie.
Ahora puedes contemplar en la calma los cisnes:
míralos, son inmaculados como el sueño de la noche,
sin el menor roce se deslizan sobre una tenue lámina
que apenas los alza sobre las aguas.
Se parecen a ti, forastero, las alas apacibles, las comprendes
mientras te observan petrificadas las miradas de los leones.
y la hoja del árbol no se inscribe en los cielos,
la pluma ha perforado el muro de la cárcel.
No eran otras, sin embargo, las aves que las mozas de la aldea degollaron,
la sangre enrojecía la leche sobre el empedrado del camino
y sus caballos silenciosos como plomo fundido
dejaban caer formas impenetrables en los pilones.
Ceñía sin cesar la noche la curva de sus cuellos
que no cantaban pues no era modo de morir,
pero sí que golpeaba a ciegas segando los huesos de los hombres.
Las alas aventaban el espanto.
Todo sucedía en la misma calma que estás viendo:
en la misma calma porque no había un alma de más en qué pensar,
salvo la energía para trazar unos pocos trazos en las rocas
que ahora tocaban ya el fondo del recuerdo.
Con ellos también nosotros, lejos, muy lejos, detén tu paso, caminante,
ante el lago sereno de cisnes inmaculado
que navegan como guiñapos blancos en tu imaginación
y te despiertan vivencias que no recuerdas.
Ni siquiera recuerdas al leerlos los signos que dejamos en las rocas.
Mientras, permaneces extasiado al lado de tu rebaño
que engrosa tu cuerpo con su lana
ahora que percibes en tus venas un grito de holocausto.
De Diario de a bordo I
POSDATA
Tienen ojos blancos sin pestañas
y brazos gráciles como cañas.
Con ellos no, Señor. He conocido
la voz de los niños al amanecer
rodar con alegría por las verdes
laderas como abejas y como
mariposas, con tantos colores.
Con ellos no, Señor. Su voz
no sabe ya de aquellos labios.
Está allí, pegada a unos dientes amarillos.
Es tuyo el mar y el viento
con una estrella suspendida en el firmamento,
Señor, no sabemos que somos lo que podemos ser,
curando nuestras llagas con las yerbas
que hayamos en las verdes laderas,
no en otras, sino en éstas que hay junto a nosotros;
no sabemos que respiramos como podemos respirar
con una plegaria cada mañana
que alcanza la orilla navegando
por los abismos del recuerdo.
Con ellos no, Señor. Hágase tu voluntad de otra manera.
ESTRATIS EL MARINERO ENTRE LOS AGAPANTOS
No hay asfódelos, ni violetas, ni jacintos
¿cómo hablar con los muertos?
Los muertos sólo saben el lenguaje de las flores,
por eso callan,
viajan y callan, aguantan y callan
en el reino de los sueños.
Si me pongo a cantar acabaré gritando
y si grito
los agapantos me mandan callar
levantando una manita de azul infantil de Arabia
o incluso las palmas de una oca en el aire.
Es duro y difícil. No me basta con los vivos;
primero, porque no hablan y luego
porque he de preguntar a los muertos
si quiero avanzar más.
De otro modo es imposible, apenas me toma el sueño
los compañeros cortan los cordeles de plata
y el odre de los vientos se vacía, vuelvo a llenarlo y se vacía.
Me despierto
como el pez rojo nadando
en los intervalos del relámpago.
El viento, el aguacero, los cuerpos humanos,
los agapantos clavados como flechas del destino
en la tierra sedienta sacudidos por espasmos
parecen ir cargados en una decrépita carreta
renqueante por caminos de viejo pavimento destrozado,
los agapantos, asfódelos de los negros:
¿cómo iniciarme en esta religión?
Lo primero que creó Dios es el amor
viene luego la sangre
y la sed de sangre
a la que la simiente del cuerpo
aguijonea como sal.
Lo primero que creó Dios es el largo viaje:
aquella casa que aguarda
con un humo celeste
con un perro envejecido
en espera del rertono para morir.
Pero necesito que los muertos me enseñen el camino;
son los agapantos quienes los mantienen en silencio
con los abismos del mar o el agua en un vaso.
UN VIEJO A LA ORILLA DEL RÍO
Hay que considerar sobre todo cómo avanzamos.
Sentir no basta, ni pensar ni moverse
ni arriesgar el cuerpo en la vieja barbacana
cuando el aceite hirviendo y el plomo derretido chorrean por los muros.
Hay que considerar sobre todo por dónde avanzamos,
no como quieren nuestro dolor y nuestros hijos hambrientos
o la sima del grito de los compañeros desde la otra orilla,
ni como lo susurra la luz mortecina del hospital improvisado,
la luminosidad de botiquín sobre la cabecera del muchacho
recién operado al mediodía,
sino en cierto modo de otra forma, diría quizá como
el largo río que nace de los grandes lagos encerrados
en el fondo de África
que antaño fue un Dios y luego camino, don, juez y delta,
que nunca es el mismo, como enseñaban los antiguos sabios y sin embargo siempre es el mismo cuerpo, el mismo lecho
y el mismo Símbolo,
la misma orientación.
Quiero solo hablar con sencillez, que se me dé esta gracia.
Y es que hemos cargado de tanta música nuestra canción
que poco a poco se va a pique
y hemos recargado tanto nuestro arte que los oropeles
acabaron por devorar su rostro.
Ya es tiempo que digamos lo poco que tenemos que decir
pues mañana nuestra alma se hace a la vela.
Si el sufrir es humano, no somos hombres solo para sufrir.
Por eso pienso tanto estos días en el gran río,
esta entelequia que avanza entre la hierba y vegetación,
y ganado que pace y sacia su sed y hombres que siembran y cosechan
y tumbas gigantescas y necrópolis humildes.
Esta corriente sigue su camino y no difiere tanto
de la sangre de los hombres
y de sus miradas cuando contemplan, sin miedo en
sus corazones, el horizonte,
sin la zozobra cotidiana por las cosas insignificantes
o incluso por las grandes,
cuando miran al horizonte como el caminante avezado a
medir su camino con las estrellas,
no como nosotros, mirando el otro día el jardín encerrado
en la casa árabe dormida
tras las celosías, el fresco jardincillo mudaba de forma,
crecía y disminuía,
cambiando según nuestra mirada hasta nosotros, la forma de nuestro deseo y nuestro corazón,
en la brizna del mediodía, nosotros, la masa dócil de
un mundo que nos persigue y nos moldea,
atrapados en las compactas mallas de una vida que estaba
intacta y se redujo a cenizas y se hundió en la arena
dejando tras de ella solo aquel balanceo sin fin de una esbelta palmera que nos aturdió.
EL VOLUPTUOSO ELPENOR
Ayer lo he visto detenerse ante mi puerta
al pie de mi ventana; serían quizá
las siete; con él estaba una mujer.
Tenía el aspecto de Elpenor antes de caer
y matarse, pero no estaba borracho.
Hablaba muy deprisa y ella
miraba ausente los gramófonos;
le interrumpía momentáneamente para decir una frase
y luego se ponía a mirar con ansia
adonde freían el pescado, como una gata.
Él, con una colilla apagada en los labios, susurraba:
-"Escucha esto. Bajo la luna
las estatuas a veces se cimbrean como la caña
entre frutos vivientes _las estatuas;
y la llama se vuelve adelfa fresca,
la llama que abrasa al hombre, me refiero".
-"Esa luz.... sombra de la noche..."
-"Quizá la noche que se ha abierto, granada celestial,
oscuro regazo, inundándote de estrellas
al fragmentar el tiempo.
Sin embargo las estatuas
a veces se cimbrean , partiendo en dos
el deseo como un durazno; y la llama
se vuelve beso en los miembros y sollozo,
después húmeda hoja que arrastra el viento;
se cimbrean, se vuelven ligeras, con un peso humano.
No lo olvides".
_"Las estatuas están en el museo".
-"No, te persiguen, ¿no lo ves?
te persiguen con sus miembros amputados,
con su rostro extraño que no has reconocido
y sin embargo conoces.
Como cuando al final de la juventud amas
a una mujer aún hermosa
y, mientras la posees desnuda a mediodía,
temes el recuerdo que despierta en el abrazo,
temes que te traicione el beso
en otros lechos ya pasados de los que ahora
podría surgir un sortilegio
tan fácilmente, tan fácilmente y suscitar
fantasmas en el espejo, cuerpos que fueron un tiempo su placer.
Como cuando al volver de tierra extraña abres por azar
un viejo arcón cerrado desde hace mucho
y encuentras los jirones de ropa que llevaste
en horas felices, en fiestas rebosantes de luz
y de color, reflejos que del todo se apagaron
de los que solo queda el aroma de la ausencia
de un rostro joven. En realidad, no son esos
los despojos: la ruina eres tú.
Te persiguen con una extraña virginidad
en casa, en la oficina, en las recepciones
de gente importante, en el miedo inconfesable del sueño.
Hablan de incidencias que hubieras querido inexistentes
o que ocurrieran años después de tu muerte,
algo difícil porque..."
-"Las estatuas están en el museo.
Buenas noches".
EL NAUFRAGIO DEL ZORZAL
(La Luz)
Con el paso de los años
aumentan los jueces que te condenan;
con el paso de los años conversas con menos voces,
miras el sol con otros ojos;
sabes que aquellos que quedaron jugaban contigo,
delirio de la carne, danza arrebatadora
que culmina en desnudez.
Igual que brillaban de improviso en la noche, al volver
por el camino desierto, los ojos de un animal
y al instante desaparecen, así sientes tus ojos.
Miras al sol para hundirte luego en la tiniebla.
La túnica doria,
con la orografía de pligues que suscita el tacto de tus dedos,
es una estatua bañada de luz pero con la cabeza en tinieblas.
Y a aquellos que dejaron la palestra para empuñar los arcos
e hirieron al voluntarioso corredor de Maratón
_él vio la pista anegada de sangre
y marchitarse los jardines de la victoria_
los estás viendo en el sol, detrás del sol.
Y los muchachos que desde el bauprés se zambullían
todavía caen como husos en un continuo hilar,
cuerpos desnudos hundiéndose en la luz negra
con una moneda entre los dientes, aún siguen nadando
mientras con agujas de oro el sol remienda
velámenes, húmedos maderos y colores de mar abierto;
todavía ahora bajan oblicuos
hacia las piedras del fondo,
lecitos blancos.
Luz angelical y negra,
risa del oleaje en los caminos de la mar,
risa con llanto,
el anciano suplicante te contempla
presto a franquear los umbrales invisibles,
reflejada en su propia sangre
que engendró a Eteocles y Polinices.
Día angelical y negro,
el gusto acre de la mujer que envenena al prisionero
surge de las olas, rama jugosa recamada de gotas.
Canta, pequeña Antígona, canta, canta...
no te hablo del pasado, hablo del amor:
adereza tu cabello con las espinas del sol,
muchacha taciturna.
El corazón de Escorpio ha declinado,
el tirano que habita en el hombre ha huido
y todas las hijas del mar, Nereidas, Greas
acuden al destello de Anadiomene:
mañana amará quien nunca amó,
a plena luz;
y tú te encuentras
en una casa amplia con muchas ventanas abiertas,
corriendo de alcoba en alcoba, sin saber adonde mirar primero,
porque huirán los pinos, el reflejo de los montes
y el gorjeo de los pájaros,
el mar, vidrio molido,
se vaciará al soplo de Bóreas y Noto,
se vaciarán de luz tus ojos
como callan de golpe y a un tiempo las cigarras.
De Diario de a bordo II
SOBRE UN RAYO DE SOL INVERNAL
VII
La llama cura a la llama
no con un goteo de instantes
sino con un súbito fulgor;
como la pasión que se funde con otra pasión
y perduran clavadas
o, como una melodía que quedara
allí, en el centro, como una estatua
inconmovible.
No es descanso este respiro
sino timón de un rayo.
SOLSTICIO DE VERANO
VIII
El papel en blanco rígido espejo
solo devuelve lo que eres.
El papel en blanco habla con tu voz,
tu propia voz
no con la que te agrada;
tu música es la vida
esa que has derrochado.
Es posible, si quieres, recuperarla
si te aferras a eso tan diferente
que te echa para atrás
allí donde te pones en camino.
Has viajado, has visto muchas lunas, muchos soles,
has tocado muertos y vivos
has sentido el dolor del muchacho
y el gemido de la mujer
la amargura del níño aún no maduro:
lo que has sentido sin fundamento se derrumba
si no confías en este vacío.
Tal vez halles allí lo que creías perdido:
el brote de la juventud, la zozobra certera de la edad.
Tu vida es lo que has dado
ese vacío es lo que has dado
un papel en blanco.
IX
Hablabas de cosas que no veían
y ellos se reían.
Remar pese a todo aguas arriba
por el río en sombras;
andar un camino ignoto
a ciegas, tercamente
y buscar palabras enraizadas
como la raíz tupida del olivo_
déjalos reír.
Desear también que el otro mundo pueble
la sofocante soledad presente
en este presente aniquilado_
déjalos.
La brisa del mar y el rocío de la aurora
existen sin que nadio se lo pida.
De Tres Poemas Secretos
NOTAS PARA UN POEMA
II
Aunque cante entre esqueletos
y almas que consumieron su aceite
a solas estoy en el claustro desierto
de un monasterio de tiempos de los turcos
viendo cómo maduran las campanas inmóviles.
La nieve aquí no se termina. En el Ática
se la recibe como una pausa relajante
o como un recogimiento que presagia la flor de los almendros
o como al telón de Caraguiosis cuando para la música.
La gente se alegra, sale al campo y se olvida de la pobreza.
La nieve aquí es el cero.
Miles bajo cero
con el destello de la arena blanca
rostros sin mejillas, sin forma, los ojos al acecho
sin tierra bendita.
No me atrevería a hablar de preces, pero en ocasiones
degüellan por sacrificio un cordero;
la sangre salpica como una cegadora explosión de sol.
Instantes en que todo se va y cada ruido
parece oírse por vez primera; da la impresión de caer
en una mano de piedra o de madera.
Así transcurren los hombres engendrando estatuas.
De Cuaderno de ejercicios II
Si tocas la lira
tus dedos sangran.
Dios no lo quiere.
Mejor duérmete
a su sombra.
Quizá un sueño
desgajado
acuda en tu consuelo.
Fíjate sin embargo
cómo tiendes tus trampas.
Si los peces vuelan
no te despiertes,
piensa que son
peces voladores
o las alas de tus cuitas.
De Caligramas
YORGOS SEFERIS (Esmirna, 1900-1971): Publicó, entre otros libros, los poemarios Mythistorima, Cuaderno de Ejercicios I y II, Diario de a Bordo I, II y III y El Zorzal. Ganó el Premio Nobel de Literatura el año 1963.
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